1. El calzón
En silencio. Reunidos cada noche. La luz venía del farol de kerosén. Nos tratábamos con respeto. Peleábamos menos. Traíamos la comida en bandejas, con comedimiento.
La jarra de vidrio verde, esférica como una uva grande que al transpirar se esmerilaba, exudando gotitas de agua llegó a la mesa hasta el último día en que nos reunimos en
familia.
Mamá denunció una indiada del menor. Por debajo, las piernas buscaron más piernas para patear con desesperación.
Se le comunicaría el castigo después de comer en paz. Pero aterrado
Hernán lloraba.
¡Que alguna de las mujeres vaya a traer un calzón¡ ¡Que lo traiga a la mesa, he dicho!
La bola de boliche verde suda y se zarandea, transparente, sobrevive una vez más al golpe sobre la pista.
El calzón llega purísimo, trémulo, y se convierte en obscenidad, como bonete sobre la cabeza de Hernán, para escarmiento de sus lágrimas de mujercita.
Años más tarde, encuentro esta anotación de Miguel Angel: “Mezclar el armiño con el fango”. Y lo mezclo.
2. Las Ocampo
Se viajaba mezquino, como dentro de una casita de muñecas que albergara una ventana –en la que aburrían la pampa, un atardecer, un amanecer. Había sábanas de olor institucional, un lavatorio rebatible de aluminio abollado y un espejo carcomido. En ese traqueteo de clase única depositaba su osamenta en los viajes a Bahía Blanca. ¡Osamenta! se consideraba una vieja ¡que ridícula!
Recién ahora, mientras dos gentiles camareros la ayudaban a subir al TGV en la Gâre du Nord, la ecuación se había invertido: tren viejo mujer joven, tren moderno mujer mayor. El perfume del confort actual, a látex y silicona, se debía a que a sus hijas Silvina y Victoria les había dado porque fuera a conocer, argentinismo perdonable, el tren bala.
Los domingos a la salida de misa, entraba en la galería Libertad y activaba en Hobbies Milou los scalextric que iban por valles y túneles de papel maché, maravillada por la obediencia de los trencitos al sistema de señales y barreras. En la semana, paseando a Toy, volvía a conversar con los alemanes de la juguetería sobre las cualidades de los datschund, perros gentiles y tercos. Durante la charla, con una sonrisa de no lo puedo evitar hacía funcionar el mecanismo en la fabulosa maqueta de la vidriera.
Entendida en trenes de lujo, no se había quedado con las marchas obligadas a Bahía con Roberto en camarotes espartanos que servían para cansarse mirando la llanura. Ella había viajado varias veces en el Expreso Oriente. Que lo supieran de una buena vez las Ocampo -así había apodado a sus hijas-, tan sabihonda una como copetuda la otra, sus elegantes y solapadas enemigas que insistían en no creerle. Nelly, sin darse por vencida, les hablaba de la suntuosidad del Expreso Oriente, del regio comedor, de la moquette espesa y floreada, las sábanas de hilo; hasta las abrumó con la precisión con que recordaba los interruptores plateados en el pasillo del coche-cama que alternaban iluminación general con iluminación lectura, mozo, y luz penumbra.
Por fin, doblegadas, las Ocampo dejaron toda expresión de enemistad, de susurrar a sus espaldas. Se habían dado cuenta de que su madre atesoraba una realidad distinta.
3. El incendio
El fuego veloz y efectivo, consumió la casa de Chivilcoy. El incendio relumbró contra la tormenta, y antes de la sirena de los bomberos hubo un silencio sin pájaros ni gritos de gente. Y devoró el secreto encerrado en la casa.
Dentro de un “Juan Salvador Gaviota”, de la biblioteca circulante, mezclados con el ave principiante aparecieron fotos de infancia de las Barreiro. Algunas parecen tomadas desde una calesita en movimiento, mientras todo se esfuma alrededor, sólo las caras iluminadas aparecen con nitidez. Una metáfora del fuego cuando ilumina; y aquel día, les cambió la vida. Las camperas de las dos recuerdan que todavía hacía frío. En otra fotografía aparece la menor, suspendida sobre una bañadera. Se ven las manos del padre que la balanceaba. A Silvina le gustaba que el papá la hamacara, que la pusiera cabeza abajo. En cambio Paula, la otra hermana, siempre tuvo recelos de jugar con el padre, terminaba llorando.
Paula estudió arquitectura en la capital, con la plata del seguro reconstruyó la casa para su madre y su hermana. Después del incendio no se supo nada más del hombre.
Paula enseña en la Facultad de Arquitectura, y cuando habla de la decoración que prefería la clase media durante el estado de bienestar, ironiza usando fotos de la casa que ella misma había reformado. Las usa para burlarse del ama de casa argentina de los sesenta, y de los pretenciosos azulejos elegidos por su madre. Dice que para las clases populares lo bello pasa esencialmente por lo agradable y lo fácil de usar que gratifica la vista y el tacto. Qué sedante había resultado seguir la corriente modernista, de líneas despojadas y dejar bajo los escombros aquella decoración de estilo. Inútil preguntar qué estilo.
Cuando nació Silvina, el padre predijo que iba a ser cabaretera, y la cargó con la cruz de comehombres. Pensar que se los tenía que comer con esa rajita tierna que se le ve en la foto. El desvergonzado de papá insistió con la broma de su hija bataclana hasta que el Dr. Lucero quiso comprar su virginidad cuando ella cumplió trece años. Dolió ese bombazo y su onda expansiva de culpa y negrura. Dolió hasta que el fuego consumió todo, hasta el último adorno y hasta el último recuerdo de ese hombre craso. Y dejó en las Barreiro un aura de sobrevivientes de una tragedia. Y según los dichos de los vecinos, el impacto dejó una viuda y dos solteronas. Eso sí, profesionales.
Actualmente una corriente retro invade los baños, revalorando lo que fue descartado por feo y poco funcional. En las últimas reformas sugerí a mis clientes las antiguas bañeras de hierro con patas, los lavatorios generosos y espejos chicos en marcos ovalados de madera blanca. Me da vergüenza Paula en esta foto, tan expuesta, tan indefensa por culpa del bestia de papá, que nos revoleaba como si eso fuera divertido.
Vicky Sajoux