sábado, 8 de octubre de 2011

La historia de Nelly

1. El calzón

En silencio. Reunidos cada noche. La luz venía del farol de kerosén. Nos tratábamos con respeto. Peleábamos menos. Traíamos la comida en bandejas, con comedimiento.

La  jarra de vidrio verde, esférica como una uva grande que al transpirar se esmerilaba, exudando gotitas de agua llegó a la mesa hasta el último día en que nos reunimos en
familia.

Mamá denunció una indiada del menor. Por debajo, las piernas buscaron más piernas para patear con desesperación.

Se le comunicaría el castigo después de comer en paz. Pero aterrado
Hernán lloraba.

 ¡Que alguna de las mujeres vaya a traer un calzón¡ ¡Que lo traiga a la mesa, he dicho!

 La bola de boliche verde suda y se zarandea, transparente, sobrevive una vez más al golpe sobre la pista.

El calzón llega purísimo, trémulo, y  se convierte en obscenidad, como  bonete sobre la cabeza de Hernán, para escarmiento de sus lágrimas de mujercita.

 Años más tarde, encuentro esta anotación de Miguel Angel: “Mezclar el armiño con el fango”. Y lo mezclo.

2. Las Ocampo

 Se viajaba mezquino, como dentro de una casita de muñecas que albergara una ventana –en la que aburrían la pampa, un atardecer, un amanecer. Había sábanas de olor institucional, un lavatorio rebatible de aluminio abollado y un espejo carcomido. En ese traqueteo de clase única depositaba su osamenta en los viajes a Bahía Blanca. ¡Osamenta! se consideraba una vieja ¡que ridícula!

Recién ahora, mientras dos gentiles camareros la ayudaban a subir al TGV en la Gâre du Nord,  la ecuación se había invertido: tren viejo mujer joven, tren moderno mujer mayor. El perfume del confort actual, a látex y silicona, se debía a que a sus hijas Silvina y Victoria les había dado porque fuera a conocer, argentinismo perdonable, el tren bala.
  
Los domingos a la salida de misa, entraba en la galería Libertad y activaba en Hobbies Milou los scalextric que iban por valles y túneles de papel maché, maravillada por la obediencia de los trencitos al sistema de señales y barreras. En la semana, paseando a Toy, volvía a conversar con los alemanes de la juguetería sobre las cualidades de los datschund, perros gentiles y tercos. Durante la charla, con una sonrisa de no lo puedo evitar hacía  funcionar el mecanismo en la fabulosa maqueta de la vidriera.

 Entendida en trenes de lujo, no se había quedado con las marchas obligadas a Bahía con Roberto en camarotes espartanos que servían para cansarse mirando la llanura. Ella había viajado varias veces en el Expreso Oriente. Que lo supieran de una buena vez las Ocampo -así había apodado a sus hijas-, tan sabihonda una como copetuda la otra, sus elegantes y solapadas enemigas que insistían en no creerle. Nelly, sin darse por vencida, les hablaba de la suntuosidad del Expreso Oriente, del regio comedor, de la moquette espesa y floreada, las sábanas de hilo; hasta las abrumó con  la precisión con que recordaba los interruptores plateados en el pasillo del coche-cama  que alternaban iluminación general con iluminación lectura, mozo, y luz penumbra.


Por fin, doblegadas, las Ocampo dejaron toda expresión de enemistad, de susurrar a sus espaldas. Se habían dado cuenta de que su madre atesoraba una  realidad distinta.

3. El incendio 

El fuego veloz y efectivo, consumió la casa de Chivilcoy. El incendio relumbró contra la tormenta, y antes de la sirena de los bomberos hubo un silencio sin pájaros ni gritos de gente. Y devoró el secreto encerrado en la casa.

Dentro de un “Juan Salvador Gaviota”, de la biblioteca circulante, mezclados con el ave principiante aparecieron fotos de infancia de las Barreiro. Algunas parecen  tomadas desde una calesita en movimiento, mientras todo se esfuma alrededor, sólo las caras iluminadas aparecen con nitidez. Una metáfora del fuego cuando ilumina;  y  aquel día, les cambió la vida. Las camperas de las dos recuerdan que todavía hacía frío. En otra fotografía aparece  la menor, suspendida sobre una bañadera. Se ven las manos del padre que la balanceaba. A Silvina le gustaba que el papá la hamacara, que la pusiera  cabeza abajo. En cambio Paula, la otra hermana, siempre tuvo recelos de jugar con el padre, terminaba llorando.

Paula estudió arquitectura en la capital, con la plata del seguro reconstruyó la casa para su madre y su hermana. Después del incendio no se supo nada más del hombre.

Paula enseña en la Facultad de Arquitectura, y cuando habla de la decoración que prefería la clase media durante el estado de bienestar, ironiza usando fotos de la casa que ella misma había reformado. Las usa para burlarse del ama de casa argentina de los sesenta, y de los pretenciosos azulejos elegidos por su madre. Dice que para las clases populares lo bello pasa esencialmente por lo agradable y lo fácil de usar que gratifica la vista y el tacto. Qué sedante había resultado seguir la corriente modernista, de líneas despojadas y dejar bajo los escombros aquella decoración de estilo. Inútil preguntar qué estilo.

Cuando nació Silvina, el padre predijo  que iba a ser cabaretera, y la cargó con la cruz de comehombres. Pensar que se los tenía que comer con esa rajita tierna que se le ve en la foto. El desvergonzado de papá insistió con la broma de su hija bataclana hasta que el Dr. Lucero quiso comprar su virginidad cuando ella cumplió trece años. Dolió ese bombazo y su onda expansiva de culpa y negrura. Dolió hasta que el fuego consumió todo, hasta el último adorno y hasta el último recuerdo de ese hombre craso. Y dejó en las Barreiro un aura de sobrevivientes de una tragedia. Y según los dichos de los vecinos, el impacto dejó una viuda y dos solteronas. Eso sí, profesionales.

Actualmente  una corriente retro invade los baños, revalorando lo que fue descartado por feo y poco funcional. En las últimas reformas sugerí a mis clientes las antiguas bañeras de hierro con patas, los lavatorios generosos y espejos chicos en marcos ovalados de madera blanca. Me da vergüenza Paula en esta foto, tan expuesta, tan indefensa por culpa del bestia de papá, que nos revoleaba como si eso fuera divertido. 

Vicky Sajoux
Rojo-Pasión
Tenía hipo y las manos le transpiraban. Se secó en el uniforme con disimulo,  tomó su vaso de agua y pudo modular convincentemente
-Te digo que no me pasa nada, estoy histérica porque me debe estar por venir  ¡No me tortures más con esas ideas tuyas!
Y como si fuera lo justo, no dio ninguna otra explicación a su marido.
Durmió pero no descansó. Se pasó la noche corriendo entre sueños sobre montañas de hojas secas; el otoño la deprimía. Corrió y corrió pero sin lograr  hacerlo con destreza, y cuando estuvo a punto de impedir que la descubriera, cayó y despertó.  Transpiraba angustia.
Primer día de allanamientos, un único sospechoso, mucha sangre en juego. El hombre de mameluco gris fue encontrado sosteniendo un martillo junto a una pared colorada del interior de su casa. Estaba tapiando un pequeño boquete para luego colocarle papel tapiz encima.
- ¡Alto, policía! ¡Las manos sobre la nunca!
El martillo voló cerca de sus ojos,  pero fue más rápida. Y mientras volvía a enfocar  para apuntar a su objetivo, su gente se abalanzó a reducir a gritos y patadas al viejo herrero hasta que solo fue un feto en el parquet.
Dentro del hueco, un plano aparentaba ser  el vivo relator de una historia de la aún se temía el final: una foto familiar antigua triangulaba una historia retorcida, aún por recorrer; y el valioso tesoro de esa bolsa de arpillera que albergaba el mejor de los recuerdos, la ropa interior salmón.
Segundo día, rastrillaje. Ya no contaba con encontrar un cuerpo desnudo, pero esperaba un cuerpo al menos.  Por orden del fiscal, ella encabezaba la operación. Caminó por unas horas, respirando, levantando los pies y abriendo los ojos. Desplegó sus sentidos al punto máximo de su capacidad. Aire, tierra, cuerpo recibiendo la señal desde el cielo. Se apaga su cerebro, funciona por inercia, camina por montañas de hojas secas. Crujen, y no le agrada. Crujen retorcidamente, amarillas, marrones, tierra y  gusanos. Acelera el paso, intenta correr pero sin lograr hacerlo con destreza. Se le arruga la cara, baja las comisuras de sus labios y el entrecejo. Cierra los ojos y despierta.
Las hojas crujían más fuertes sobre el cuerpo de Isa que era un retazo blanco de piel abrigado apenas por el recuerdo de haber tenido un palpitar. Su sangre seca había enternecido los tallos; pero ahora alimentaba gusanos. Su sangre tiñendo hojas, cielo, pies. Y como si la claridad de las dos de la tarde no fuera suficiente, era pelirroja.
Micaela Notti

Siesta

El universo era rojo en aquellas tardes de enero. Como una inmensidad interminable se extendían a todo mi alrededor esos rombos rugosos que tanto me llamaban la atención.
Los recorría uno a uno, observaba los espacios que los separaban y avanzaba hasta límites insospechados. 

Algunas de esas tarde llegaba hasta la frontera donde los rombos se confundían con un jardín de rosas. La pared, florecida, se me aparecía dura y fresca, contrastando con el calor. Pero, a veces, durante mi exploración, ese universo rojo se acababa repentinamente. El vértigo me asustaba más que lo que dolía el golpe. Sana sana colita de rana y dejaba de llorar. Olvidaba lo sucedido y me disponía nuevamente a iniciar mi travesía. Vení para acá, a ver si te quedás un poco quieta y te dormís. Volaba entre sus manos sobre ese mundo rojo hasta un lugar desconocido, rodeado por blandas murallas color bordó.

Mamá se acomodaba a mi lado y comenzaba a leer. Su voz inundaba todo el lugar: Cufí-Cufú, Griselda, El oso y su amigo. Los cuentos sonaban uno tras otro mientras yo, aburrida, tiraba de los brazos peludos de Lala que me miraba pidiendo compasión. Tiraba, tiraba y tiraba, hasta quedarme con su bracito en mis manos. ¡Otra vez a coserle el brazo!, y el llanto brotaba nuevamente de mis ojos, no por Lala, sino por fastidio. Los cuentos eran largos, sobre todo Griselda, pero no alcanzaban para que me durmiera. Entonces, mamá volvía a comenzar: Cufí-Cufú, Griselda, El oso y su amigo.

El calor insoportable y el cuello embadurnado de maicena por el sarpullido que no dejaba de picar colaboraban con el llanto. Creo que nunca tuve tanta necesidad de moverme como en aquellas tardes. El aburrimiento y el encierro hacían imposible conciliar el sueño.

Ante cualquier tentativa de escape, mi madre insistía acomodando los almohadones para evitar un nuevo golpe. Finalmente, el abatimiento comenzaba a ganarme, los ojos se cerraban y Cufí-Cufú rodaba por la ladera del cerro una vez más. Un leve temblor, un pequeño sonido y ya se despertó. Cansada, mamá me entregaba el libro verde y amarillo. Parecían haber transcurrido horas cuando abría los ojos nuevamente. Me entretenía desbaratando las hojas garabateadas con fibras y crayón y ella miraba a su alrededor con cierta desazón. La tarde silenciosa, la luz entrando por la ventana y mis ojos abiertos de par en par. 

Carla Castro
El pañuelo (versión )
La sombra de sus pies asomó bajo la puerta. Luego sus zapatos negros cruzaron el umbral. La habitación estaba fría para ella, aunque nadie diría lo mismo en iguales circunstancias. El lujo la envolvía como el papel brillante de los chocolates que le regalaba su padre cuando era chica.
Los elogios retumbaron en la habitación mientras caía su abrigo sobre el sofá de terciopelo. El vestido le quedaba impecable. Las medias de seda permitían que sus piernas se lucieran. El peinado recogido invitaba a soltar sus rizos negros. Así se lo pidieron, así lo hizo.
En esa ropa era otra. El disfraz la mantenía segura, escondida en su interior. Los pequeños botones de la espalda comenzaron a desprenderse.  Se abrían como las flores que eran. El brillo de su estructura se destacaba aún más cuando uno se detenía a observar el diminuto estrás negro que ocupaba el lugar del gineceo. Uno a uno aflojaban el talle del vestido, hasta que con el último, el escote se deslizó y el raso se desparramó por el piso. Un pie, el otro. Siempre con caballerosidad y delicadeza.
Nunca había tenido un vestido así. Aún sentía la suavidad de la tela rozando su cuerpo. No se parecía a las prendas que acostumbraba usar. Lo imaginó arrastrado en el piso de tierra de su casa, arrugado y sucio como la falda del día anterior. Quién limpiaría el servicio con ese vestido, viendo correr el agua sobre la bacinilla y las gotitas salpicar la tela.
El encaje guipur de la enagua sufrió el mismo destino. Pudo sentir la tierra incrustada entre las flores. Por más que humedecía el piso las partículas volaban y se metían en todos los espacios. A veces, sobre todo en las noches en que su padre jugaba, sentía que el polvo era tanto que lo respiraba. Tuvo que sacudirse las manos para convencerse de que ya no estaba más allí.
Ahora los zapatos. El apuro comenzaba a sentirse, las medias desprendiéndose y rodando velozmente, enrollándose por sus piernas. Su boca húmeda la recorría de par en par, chorreando deseo. Lo aborreció y se relamió en esa sensación. Había cambiado el polvo por el brillo y sin embargo continuaba en presencia de lo execrable.
Finalmente, el último broderie que cubría su cuerpo también cayó. Todo lo negro se amontonaba en pilas dispersas en el suelo, como las cartas de aquella noche. Su cuerpo blanco, lejos de toda oscuridad pero ya sin inocencia, estaba allí, de pie.
A su lado, silbó en caída libre la última prenda de su acompañante. Lo siguió con la mirada. En uno de sus pliegues escuchó los gritos. En otro, vio el arma tirando las cartas al suelo. El forcejeo y los zapatos finos pisoteando al as de espadas. Vio a su padre cerrando el trato y un pañuelo de seda con arabescos, como el que ahora planea en vuelo final hacia el suelo.
Carla Castro
Hipo... (versiones)
Tenía hipo. Ya tres días de embrujo, tres días de miseria esperando que el hipo se retirara y dejara una calma de playa soñolienta en el pecho con tal de terminar, con el inmenso rubí, el atavío nupcial de la princesa. El médico y el astrólogo de la corte lo sometieron a brebajes revulsivos, a tomar de noche los rayos de Marte y a comer hongos que debían expulsar demonios. El planeta Marte era rojo, los demonios rojos, el fuego del rubí, también. Detente Fakhir. Lo rojo es letal, repetía cada espasmo.
Nunca había fallado ya que un error le hubiera valido la muerte, tal era la obsesión del rey por lo perfecto. Ahora estaba enamorado y el oficio de Fakhir se tornaba más peligroso que en tiempos de indiferencia. Tallaba piedras preciosas y las colocaba, según exquisitos diseños, en engarces delicados.  No era artesano de joyas, objetos de gozo, o de joie, como las llamaron los galos. No. Una alhaja es algo necesario y útil, se alhaja una casa, un jardín, un templo, es de uso en un casamiento o en un funeral.
El rey ordenó que el aderezo reflejara el combate en el desierto, cuyo botín fue la princesa; que estuvieran los granates de sangre que se solidificaba ferrosa entre los granos de arena, el brillo del sol en los alfanjes, y los rubíes que le recordaban a su madre. Lo femenino era bello y matador. Adornos que bajarían desde el cuello de la princesa como las fuentes de la Alhambra y que serían perfectos gracias al rubí en la corona.
Fakhir iba a cerrar su mano sobre la piedra. En la gamuza de trabajo estaba abierto el engarce esperando a su amante rojo. Detente, pidió el hipido. El vértigo de sus pensamientos iba de corrido, sin cesar, como deberían trabajar sus manos/como quisiera que trabajaran sus manos/. Pensaba en sus  ayudantes que respetando la pueril enfermedad, habían trabajado en su lugar. Pero según las reglas del oficio, debía terminar él mismo, él era el orfebre del palacio,  y los otros, esclavos y aprendices inexistentes.
Con mano temerosa aproximó el índice y el pulgar al rubí. Detente. Apenas el hipo pasó, tomó la piedra con desesperada firmeza. Se oraba en el taller, y rió un atrevido.  Sonó a peligro. El rey amaba ese corazón que entibiaba tanto como la princesa. Pagarás con tu vida un error. Detente.
¡Detente! El corazón de piedra resbaló, rebotó, y tintineó. Una astilla se confundió con el aire, y se asqueó de las bastas sandalias y de las uñas rocosas de los trabajadores.
            Antes de la boda se ejecuta al joyero de la corte cuya reputación, corría de boca en boca, se había desmoronado por arruinar el conjunto de que usaría la novia esa noche. Así era ese reino donde los artistas cometían solamente un error en la vida. Y los festejos incluían vida y muerte sucesivamente.
            Bajo el peso de los grilletes, antes de poner la cabeza sobre el tocón vio a la destinataria de la joya. Fue su última visión. Eran las dos de la tarde, y para colmo era pelirroja.
            Esta es la historia que Fakhir repite de memoria. Sus años se multiplican ahora por siete. Es como si una vez más, escuchara la voz de Zulema, la pacífica, pidiendo a su señor como regalo de boda, no la vida de Fakhir, sino sus ojos en una bandeja. Y el verdugo, por orden del rey, la complaciera. Zulema envió a una sirvienta a los talleres a buscar el rubí mellado. Cuando el joyero sintió en la cuenca de su ojo un tacto frío, se dio cuenta de que ya no tenía hipo.
En aquel tiempo ni siquiera el médico más que un cazador o un pescadero, conocía la condición viscosa que conforma el órgano de la visión. Cómo pudo un rubí enlazarse a la órbita sangrante donde fue colocado por la sirvienta, sólo puede entenderse por la capacidad del rojo de conectarse con su igual.  Cuando la reina le mandó abrirlo entraron en su mente borrosas formas. No era ciego. Era tuerto. Tenía puesto un lente de rubí por el que Fakhir vería en las tonalidades del rojo: carmesí, bermellón, granate, naranja, rosa. Y puesto que provenía de una lente imperfecta, en las formas que percibía se hallaría la imperfección de esa astilla, de esa faceta torcida.
La secuela de la falla del brillante que había caído al suelo, cuando volvió a sus dibujos exquisitos, fue que su ojo y su instrumento de cálculo cometía erraros que se delataban en milímetros de más o de menos, en angostamientos a derecha o izquierda cuando soplaba viento del norte o del sur. Fakhir empezó a ver más cosas, como un don, un don manchado de imprecisiones. Predecía el futuro, pero podía confundir el tiempo frío venidero con el sol abrasador de un verano, nimiedades. Vio la expansión y retracción del reino, las muertes y los nacimientos, los eclipses, los nuevos profetas predicando en los desiertos de su patria. La reina aprendió, como quien supiera extraer música de un instrumento desafinado, a calcular el margen de error de los vaticinios de Fakhir, y sirviéndose de ellos fue una sabia.  

Vicky Sajoux