El pañuelo (versión )
La sombra de sus pies asomó bajo la puerta. Luego sus zapatos negros cruzaron el umbral. La habitación estaba fría para ella, aunque nadie diría lo mismo en iguales circunstancias. El lujo la envolvía como el papel brillante de los chocolates que le regalaba su padre cuando era chica.
Los elogios retumbaron en la habitación mientras caía su abrigo sobre el sofá de terciopelo. El vestido le quedaba impecable. Las medias de seda permitían que sus piernas se lucieran. El peinado recogido invitaba a soltar sus rizos negros. Así se lo pidieron, así lo hizo.
En esa ropa era otra. El disfraz la mantenía segura, escondida en su interior. Los pequeños botones de la espalda comenzaron a desprenderse. Se abrían como las flores que eran. El brillo de su estructura se destacaba aún más cuando uno se detenía a observar el diminuto estrás negro que ocupaba el lugar del gineceo. Uno a uno aflojaban el talle del vestido, hasta que con el último, el escote se deslizó y el raso se desparramó por el piso. Un pie, el otro. Siempre con caballerosidad y delicadeza.
Nunca había tenido un vestido así. Aún sentía la suavidad de la tela rozando su cuerpo. No se parecía a las prendas que acostumbraba usar. Lo imaginó arrastrado en el piso de tierra de su casa, arrugado y sucio como la falda del día anterior. Quién limpiaría el servicio con ese vestido, viendo correr el agua sobre la bacinilla y las gotitas salpicar la tela.
El encaje guipur de la enagua sufrió el mismo destino. Pudo sentir la tierra incrustada entre las flores. Por más que humedecía el piso las partículas volaban y se metían en todos los espacios. A veces, sobre todo en las noches en que su padre jugaba, sentía que el polvo era tanto que lo respiraba. Tuvo que sacudirse las manos para convencerse de que ya no estaba más allí.
Ahora los zapatos. El apuro comenzaba a sentirse, las medias desprendiéndose y rodando velozmente, enrollándose por sus piernas. Su boca húmeda la recorría de par en par, chorreando deseo. Lo aborreció y se relamió en esa sensación. Había cambiado el polvo por el brillo y sin embargo continuaba en presencia de lo execrable.
Finalmente, el último broderie que cubría su cuerpo también cayó. Todo lo negro se amontonaba en pilas dispersas en el suelo, como las cartas de aquella noche. Su cuerpo blanco, lejos de toda oscuridad pero ya sin inocencia, estaba allí, de pie.
A su lado, silbó en caída libre la última prenda de su acompañante. Lo siguió con la mirada. En uno de sus pliegues escuchó los gritos. En otro, vio el arma tirando las cartas al suelo. El forcejeo y los zapatos finos pisoteando al as de espadas. Vio a su padre cerrando el trato y un pañuelo de seda con arabescos, como el que ahora planea en vuelo final hacia el suelo.
Carla Castro
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