El universo era rojo en aquellas tardes de enero. Como una inmensidad interminable se extendían a todo mi alrededor esos rombos rugosos que tanto me llamaban la atención.
Los recorría uno a uno, observaba los espacios que los separaban y avanzaba hasta límites insospechados.
Algunas de esas tarde llegaba hasta la frontera donde los rombos se confundían con un jardín de rosas. La pared, florecida, se me aparecía dura y fresca, contrastando con el calor. Pero, a veces, durante mi exploración, ese universo rojo se acababa repentinamente. El vértigo me asustaba más que lo que dolía el golpe. Sana sana colita de rana y dejaba de llorar. Olvidaba lo sucedido y me disponía nuevamente a iniciar mi travesía. Vení para acá, a ver si te quedás un poco quieta y te dormís. Volaba entre sus manos sobre ese mundo rojo hasta un lugar desconocido, rodeado por blandas murallas color bordó.
Mamá se acomodaba a mi lado y comenzaba a leer. Su voz inundaba todo el lugar: Cufí-Cufú, Griselda, El oso y su amigo. Los cuentos sonaban uno tras otro mientras yo, aburrida, tiraba de los brazos peludos de Lala que me miraba pidiendo compasión. Tiraba, tiraba y tiraba, hasta quedarme con su bracito en mis manos. ¡Otra vez a coserle el brazo!, y el llanto brotaba nuevamente de mis ojos, no por Lala, sino por fastidio. Los cuentos eran largos, sobre todo Griselda, pero no alcanzaban para que me durmiera. Entonces, mamá volvía a comenzar: Cufí-Cufú, Griselda, El oso y su amigo.
El calor insoportable y el cuello embadurnado de maicena por el sarpullido que no dejaba de picar colaboraban con el llanto. Creo que nunca tuve tanta necesidad de moverme como en aquellas tardes. El aburrimiento y el encierro hacían imposible conciliar el sueño.
Ante cualquier tentativa de escape, mi madre insistía acomodando los almohadones para evitar un nuevo golpe. Finalmente, el abatimiento comenzaba a ganarme, los ojos se cerraban y Cufí-Cufú rodaba por la ladera del cerro una vez más. Un leve temblor, un pequeño sonido y ya se despertó. Cansada, mamá me entregaba el libro verde y amarillo. Parecían haber transcurrido horas cuando abría los ojos nuevamente. Me entretenía desbaratando las hojas garabateadas con fibras y crayón y ella miraba a su alrededor con cierta desazón. La tarde silenciosa, la luz entrando por la ventana y mis ojos abiertos de par en par.
Carla Castro
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