sábado, 8 de octubre de 2011

Hipo... (versiones)
Tenía hipo. Ya tres días de embrujo, tres días de miseria esperando que el hipo se retirara y dejara una calma de playa soñolienta en el pecho con tal de terminar, con el inmenso rubí, el atavío nupcial de la princesa. El médico y el astrólogo de la corte lo sometieron a brebajes revulsivos, a tomar de noche los rayos de Marte y a comer hongos que debían expulsar demonios. El planeta Marte era rojo, los demonios rojos, el fuego del rubí, también. Detente Fakhir. Lo rojo es letal, repetía cada espasmo.
Nunca había fallado ya que un error le hubiera valido la muerte, tal era la obsesión del rey por lo perfecto. Ahora estaba enamorado y el oficio de Fakhir se tornaba más peligroso que en tiempos de indiferencia. Tallaba piedras preciosas y las colocaba, según exquisitos diseños, en engarces delicados.  No era artesano de joyas, objetos de gozo, o de joie, como las llamaron los galos. No. Una alhaja es algo necesario y útil, se alhaja una casa, un jardín, un templo, es de uso en un casamiento o en un funeral.
El rey ordenó que el aderezo reflejara el combate en el desierto, cuyo botín fue la princesa; que estuvieran los granates de sangre que se solidificaba ferrosa entre los granos de arena, el brillo del sol en los alfanjes, y los rubíes que le recordaban a su madre. Lo femenino era bello y matador. Adornos que bajarían desde el cuello de la princesa como las fuentes de la Alhambra y que serían perfectos gracias al rubí en la corona.
Fakhir iba a cerrar su mano sobre la piedra. En la gamuza de trabajo estaba abierto el engarce esperando a su amante rojo. Detente, pidió el hipido. El vértigo de sus pensamientos iba de corrido, sin cesar, como deberían trabajar sus manos/como quisiera que trabajaran sus manos/. Pensaba en sus  ayudantes que respetando la pueril enfermedad, habían trabajado en su lugar. Pero según las reglas del oficio, debía terminar él mismo, él era el orfebre del palacio,  y los otros, esclavos y aprendices inexistentes.
Con mano temerosa aproximó el índice y el pulgar al rubí. Detente. Apenas el hipo pasó, tomó la piedra con desesperada firmeza. Se oraba en el taller, y rió un atrevido.  Sonó a peligro. El rey amaba ese corazón que entibiaba tanto como la princesa. Pagarás con tu vida un error. Detente.
¡Detente! El corazón de piedra resbaló, rebotó, y tintineó. Una astilla se confundió con el aire, y se asqueó de las bastas sandalias y de las uñas rocosas de los trabajadores.
            Antes de la boda se ejecuta al joyero de la corte cuya reputación, corría de boca en boca, se había desmoronado por arruinar el conjunto de que usaría la novia esa noche. Así era ese reino donde los artistas cometían solamente un error en la vida. Y los festejos incluían vida y muerte sucesivamente.
            Bajo el peso de los grilletes, antes de poner la cabeza sobre el tocón vio a la destinataria de la joya. Fue su última visión. Eran las dos de la tarde, y para colmo era pelirroja.
            Esta es la historia que Fakhir repite de memoria. Sus años se multiplican ahora por siete. Es como si una vez más, escuchara la voz de Zulema, la pacífica, pidiendo a su señor como regalo de boda, no la vida de Fakhir, sino sus ojos en una bandeja. Y el verdugo, por orden del rey, la complaciera. Zulema envió a una sirvienta a los talleres a buscar el rubí mellado. Cuando el joyero sintió en la cuenca de su ojo un tacto frío, se dio cuenta de que ya no tenía hipo.
En aquel tiempo ni siquiera el médico más que un cazador o un pescadero, conocía la condición viscosa que conforma el órgano de la visión. Cómo pudo un rubí enlazarse a la órbita sangrante donde fue colocado por la sirvienta, sólo puede entenderse por la capacidad del rojo de conectarse con su igual.  Cuando la reina le mandó abrirlo entraron en su mente borrosas formas. No era ciego. Era tuerto. Tenía puesto un lente de rubí por el que Fakhir vería en las tonalidades del rojo: carmesí, bermellón, granate, naranja, rosa. Y puesto que provenía de una lente imperfecta, en las formas que percibía se hallaría la imperfección de esa astilla, de esa faceta torcida.
La secuela de la falla del brillante que había caído al suelo, cuando volvió a sus dibujos exquisitos, fue que su ojo y su instrumento de cálculo cometía erraros que se delataban en milímetros de más o de menos, en angostamientos a derecha o izquierda cuando soplaba viento del norte o del sur. Fakhir empezó a ver más cosas, como un don, un don manchado de imprecisiones. Predecía el futuro, pero podía confundir el tiempo frío venidero con el sol abrasador de un verano, nimiedades. Vio la expansión y retracción del reino, las muertes y los nacimientos, los eclipses, los nuevos profetas predicando en los desiertos de su patria. La reina aprendió, como quien supiera extraer música de un instrumento desafinado, a calcular el margen de error de los vaticinios de Fakhir, y sirviéndose de ellos fue una sabia.  

Vicky Sajoux

No hay comentarios:

Publicar un comentario